martes, 19 de julio de 2016

II.

Las paredes encaladas
ululan bajo el silencio albo
de las bragas de Catalina.
Un coche pálido se desliza flemático
por el pavimento efervescente
y suena al encontrar la plaza
como un bostezo triste de los callejones.
Un rumor humeante emerge de las rejas de un puñado de casas:
“Lo dudo, lo dudo, lo dudo...”
El aire se esparrama por los tejados
y se cuela entre los postigos
generando un sonido
sordo, taciturno, dormido.
“...Que tú llegues a quererme
como yo te quiero a ti.”
Una eyaculación del tiempo
trazó un día las arterias de este lugar,
haciendo al agua correr menos libre que nunca
por acequias que fueron testigos originales
de proezas que aún se fríen en las eras,
que aún silban en las calles,
pero que a nadie en su casa importan,
porque no abonan sus tierras,
porque no sacuden sus sábanas,
porque no escurren sus trapos.
Aún creo en lo verdadero
que nos brinda esta menudencia,
en lo puro de las voces que perforan este cielo,
en el sudor que moja este asfalto,
en las manos que atan los sacos
que esconden el pienso
que alimenta el seso
y el ánimo del forastero
y del paisano que se convierte en extraño
ante tanta insignificancia trascendental 
para el cuerpo, por encima de todo,
y para el alma, por debajo,
donde germinan las semillas
que en algún momento emergen a la superficie
verdes y embravecidas
para dar sin distinción cobijo
al ajeno
y al hermano.

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