sábado, 25 de abril de 2015
Ciceronia, una de esas suntuosas mujeres que uno encara
alguna vez en la vida, se presentó en la fiesta con un hortera vestido de un naranja almodovariano con lunares blancos que le sentaba, debo admitirlo, como
un guante de látex. Embutida dentro de aquella tripa de tela y sobre aquellos tacones de
aguja negros con broches de oro de bazar chino me inspiraba una especie de humor de élite. Sonreía impertérrita y meneaba con destreza hipócrita su melenita
pelirroja con la intención de hacer saber a todos que se había rebajado dos
dedos la melena. Era una fémina cuanto menos entrañable. Comenzó a hacer
comentarios ventaneros sobre los pezones de la anfitriona, a los que consideraba
la más fiel encarnación del estrabismo de valores de las jóvenes generaciones
del siglo. A la vez que hablaba se lamía los labios como parecía que era
costumbre, pero suspendió enseguida la empresa cuando comenzó a saborear el carmín
de su lápiz de labios. Mientras aportaba los argumentos para defender su tesis
eruditamente pero con chabacanería advirtió que uno de los escuchantes comenzó
a fijarse en sus caderas, que eran una manifestación sebosa de sus no tan manifiestas inseguridades los
sábados por la noche cuando, ebria, se atiborraba de chorizo parisino mientras
se derramaba en lágrimas. Ella, reparando en aquella mirada descarada y con el
objetivo de erradicar cualquier prueba de su estrechez de espíritu, optó por
rascarse violentamente los genitales con su mano izquierda, abusivamente
ornamentada con anillos de perlas y pulseras de plata humilde. Así ahuyentó los
ojos delatores y, de paso, volvió a hacer una muestra prolífica de su habilidad
para sacar globos oculares de sus cuencas. Al momento, consciente de que se
había provisto aún más de la atención de
sus receptores, tergiversó con tremenda maña la conversación hasta penetrar de
lleno en su único objetivo desde el principio: el miembro sexual del anfitrión.
Yo sonreí y ella, apartándose el flequillo de la frente y dejando al
descubierto surcos cincuentones de sudor, me guiñó el ojo siniestro con
torpeza, porque no era demasiado diestra en el arte de parecer interesante.
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