jueves, 9 de junio de 2016

Auspiciado sin escapatoria por mis demonios, me dirijo a un tumulto ingente de rostros nuevos, de voces tremebundas, de miembros sin anhelos. Por detrás, un taconeo estridente me acompaña y me acaricia la sien de vez en cuando para que no olvide que nunca divagaré sólo por esta senda, que siempre pisaré la tierra agria con unas manos calimosas aferradas a mi cuello. Me besan a veces cuando arqueo las cejas y me sacuden el tronco cuando intento, el seso jadeante, resbalar hacia la cuneta. Otras veces, mientras trato de encontrar en unos labios fulminantes los ojos de mi sangre, el averno se me acerca por la espalda sigiloso y, sin piedad, me hunde las uñas en las costillas y con fuerza me enviste. Y en el agujero resultante vierte desorbitado sus berridos, que fueron mi patria, que ahora son un páramo, un tártaro deslumbrante al que yo no pertenezco, que me pulsaba la razón, el pecho y el talón. Corro, liberto de un zar andaluz, bajo el firmamento desabrochado, a oscuras yo y a oscuras mis cadenas. Los atavíos se me desgranan a medida que avanzo, y empiezan a colgarme del tronco apéndices ajenos. Llego al final del trayecto perseguido por brumas ululantes y permanezco erguido ante un abismo callado que desde la inmensidad de sus profundidades hace emerger un pezón clamante que flota en el aire sofocado de la nox aeterna. Nos miramos a los ojos. De pronto vuelvo a escuchar a las espaldas el taconeo, cada vez más próximo, cada vez más frío de ese infierno dulzón. Un aliento sombrío me acaricia la nuca con dilección. Cierro los ojos. La paz me anega. Entonces, un golpe sordo, un empujón certero me arroja al abismo. Mientras me precipito, vuelco la vista hacia arriba. Veo el pezón, veo el averno sonriendo en el borde. Libre, ¿por fin?