miércoles, 7 de mayo de 2014
El club del remolque.
Son las cuatro de la tarde y el verano asoma el hocico por detrás de la torre de la iglesia. Doña Isabel hace los preparativos para viajar a Parla junto a su hermana gemela tras la muerte del señor Martín, su marido y gran amante. El viejo Pedro, acompañado de su usual tos ronca, se esfuerza una vez más por superar la cuesta que se extiende desde la casa de su hija Eugenia a su humilde cuchitril. Por su parte Nagore, una de esas niñas especiales que todos nos cruzamos alguna vez en la vida, observa nuevamente como los mozalbetes a los que sigue en busca de compañía tiran su mochila a los jardines del parque. Al caer bruscamente sobre ellos, el utensilio se rasga con las espinas de un rosal y Nagore se deshace en lágrimas. Al mismo tiempo, a quinientos metros de allí, brota desde una ventana con rejas negras la voz de Pepe, quien recita torpemente las cuatro palabras que aprendió esta mañana en francés. El sol parece descansar sobre los tejados del pueblo que resuena felizmente como un corral de comedia debido a que el grupo de teatro local ensaya en la casa de la cultura con las puertas abiertas de par en par su próxima obra. Los perros ladran al unísono y como de costumbre lo hacen sin motivo aparente. Todo parece ser habitual excepto la cara de Juan. Él es un chico que pocas veces es perturbado, tranquilo y ya acostumbrado a los largos días del pueblo. Sin embargo, hoy, se le ve especialmente feliz. Se aprecia en su rostro un ligero cosquilleo. Está más bien ilusionado, excitado. Detrás de él se acercan andando algunos muchachos que suelen jugar al fútbol todas las tardes y le llaman la atención. Éste, como si algo hubiese anegado sus sentidos, se vuelve hacia ellos y les hace un gesto al que responden asintiendo. Como carneros llevados a degüello, se dirigen hacia el remolque que lleva algunos años abandonado tras el campo de fútbol. Mirando con desconfianza cada rincón para evitar que alguien los descubra van subiendo a él uno a uno y cuando lo hace Fiti, el último, dirige al espacio que rodea al cacharro una mirada detectivesca y, esbozando una picaresca sonrisa hacia sus amigos, cubre con una lona lo que aún se puede observar desde el exterior, desapareciendo tras ella.
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