Suena ronca y
solitaria una guitarra sumida en un febril atardecer andaluz y, a la luz de mi
luna rumana y frente a la impotencia flamante de un candelabro oxidado, baila
Marie su última melodía, que lleva horas esmerada en despojarla de sus faldas y
dejarlas caer cínicamente sobre el suelo empedrado que observa con admiración
cómo entona Marie sus últimos versos a la vida, cómo pisa crudamente con sus
tacones por última vez clamando a la pasión que la acompañó siempre en su áspera ascensión a su
culmen, que hoy se desmorona y cae en el olvido de tantos que la trataron de emperatriz de los arrastrados.
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