domingo, 12 de julio de 2015

Amaneces y surges. El cielo se abre ante tus ojos. Permaneces atónito ante las nubes ingentes. Abres la boca y te sacias. Rebosas. De repente comienza a llover y observas, ocurres, aconteces. Tus labios galopan indomables hacia el horizonte de los días y tus pupilas se dilatan a la par que tu alma insurge, se expande. Tus manos, musicales, huyen de su escondite y van a buscar un recoveco que acariciar. Despiertas entonces y te deshaces. Floreces y te deshojas. Fluyes y te descarrilas. Ardes, naces y renaces. Resucitas y ladras. Aplaudes la naturaleza y sumerges el corazón en agua bendita. Pero después te enardeces, te excedes y gozas. Desatas la noche y todo se desencadena. Tus sentidos se revelan en una hecatombe y las constelaciones se apoderan de tu espíritu acobardado. Decides soltar los estribos y el firmamento se ensancha hasta que se rasga como una cortina. Tras la ventana vuelve a asomar el sol su rostro gozoso y afanado. Parece pulcro el paisaje hasta que un ave se estrella contra el cristal y tu risa estalla, y el sol quiere bailar y sus tacones se rinden a la vida esquizofrénicos. Entonces escuchas el mundo y respiras, te alborotas, te exaltas, gritas, relinchas, recitas, sucedes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario