domingo, 9 de febrero de 2014

Comenzó su dedo a tocar mi ombligo y sonó mi respiración como un tocadiscos. Aquella no era más que una noche cualquiera repleta de minutos inusuales. Dos simples segundos bastaron para cerrar los ojos ante su aliento estremecido y empezar, con los sesos esparcidos por la atmósfera de aquel salón, a bailar como dos parisinos de bigote y acento en algún barrio marginal de la capital. Parecíamos dos enamorados. Y en realidad no éramos más que dos descerebrados que jugaban a tener corazón.

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