viernes, 3 de enero de 2014

Sólo me hizo falta aterrizar y pisar aquella tierra para saber que aquello iba a ser mi Arcadia particular, que aquel lugar repleto de hombres con bigotes despeinados y las veces pintorescos era el que mi corazón había elegido para sucumbir a lo que solían llamar amor. Caminé durante una media hora por aquel aeropuerto fascinándome a cada instante observando cada mueca que gesticulaba aquella multitud que me rodeaba y en la que yo esperaba encontrar los ojos que me avistaran y se acercaran rápidamente para estremecer mis entrañas como si algún tipo de brisa embriagadora me hubiera acechado. Al volver a abrir los ojos, bislumbré aquella espléndida ciudad repleta de macarrones y artistas bohemios sentados en las escalinatas dibujando atardeceres en busca de un trozo de pan y fama que llevarse a la boca. Estaba cayendo la noche sobre las fachadas arcaicas y el latín volvía a caer en el olvido bajo la oscuridad de una ciudad tremendamente iluminada por un pasado glorioso. Aún estaba fascinado recorriendo las avenidas de aquella ciudad cuando tropecé de repente con mi destino. Era aquel teatro olvidado que yo andaba buscando desde hacía tantos años. Abrí las puertas sigilosamente y observé que había tres italianos ensayando para una obra que parecía llevar mucho tiempo a punto de estrenarse. Me fui acercando lentamente hacia aquel escenario destartalado y me planté frente a él. Sonaba una melodía a piano que me invitaba a abrir la boca con aires de sorpresa. Estaba distraído examinando cada recoveco de aquel lugar que invitaba a desconectar la razón por unos instantes y sentarse a escuchar aquel ruido perfumado que inundaba el enorme y anciano salón cuando uno de los personajes (el cual me resultaba misteriosamente familiar) pegó un salto desde el escenario y comenzó a dar pasos flemáticos hasta llegar a una distancia de menos de dos dedos de mi rostro. Cuando contemplé en seco su mirada cautivadora  llegué a la conclusión de que era la persona que había visto tantas veces en las palabras de mis relatos. Antes de que pudiera acabar de asimilar lo que estaba observando, noté de incógnito unos labios besando mi mejilla y deslizándose paulatinamente hasta mi boca enajenada. Cuando aquellos ayudantes del diablo rozaron mis labios no supe siquiera distinguir en qué etapa de mi vida me encontraba o cual era el motivo de que yo hubiese arrivado a aquel lugar empujado por las manos masculinas de la ventisca que azotaba el Mediterráneo en aquellos días de noviembre.

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